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Facultad de la Defensa

La Facultad de la Defensa “FADENA” tiene como función capacitar a civiles y militares en temas referentes a la defensa nacional. La creación de la Facultad de la Defensa responde a la demanda y necesidad de formación de académicos y profesionales de alto nivel para comprender y asesorar sobre estos temas. De esta manera se fortalecen los posgrados existentes, y se crearán otros, con lo cual se jerarquiza a la institución incorporando prácticas de docencia, investigación y extensión propias de un ámbito universitario.

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La Facultad del Ejercito brinda servicios educativos llevados a cabo por el Colegio Militar de la Nación, la Escuela de Suboficiales Sargento Cabral, la Escuela Superior de Guerra, y la Escuela Superior Técnica.

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Facultad de la Armada

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La Facultad Militar Conjuntatiene una oferta educativa llevada a cabo por la Escuela Superior de Guerra Conjunta, el Instituto de Inteligencia de las Fuerzas Armadas y el Instituto de Ciberdefensa de las Fuerzas Armadas.

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Centro Regional Universitario Córdoba - IUA

Facultad de Ingeniería y Facultad de Ciencias de la Administración

El Centro Regional Córdoba “IUA” brinda servicios educativos llevados a cabo por el Instituto Universitario Aeronáutico, que incluye la Facultad de Ciencias de la Administración y la Facultad de Ingeniería

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Facultad de Ingeniería del Ejército

La Facultad de Ingeniería del Ejército “General de División Manuel Nicolás Savio”, fue creada en 1930 por el entonces Teniente Coronel Manuel Nicolás Savio, precursor del movimiento “Ciencia, Tecnología y Sociedad”; consciente de la necesidad de formar recursos humanos altamente especializados en las distintas ramas de la ingeniería, para poner en marcha la movilización industrial y obtener el mayor rendimiento de los materiales de guerra, contribuyendo simultáneamente a la solución de los problemas relativos a la Defensa Nacional y al desarrollo de la Sociedad toda.

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20 de Junio de 2020

Manuel Belgrano y un montón de mujeres

Por la Mg. Eliana de Arrascaeta
Coordinadora del Repositorio Digital
de la Escuela de Guerra Conjunta

Parafraseando al poeta, al apuesto Manuel Belgrano, lo estremecieron un montón de mujeres. En primer lugar, su madre, una mujer devota que supo mantener a su familia cuando su esposo fue injustamente a prisión.

Luego, en su vida de estudiante en Europa, los autores franceses lo convencieron de las nuevas ideas donde las mujeres dieron sus primeros pasos: las llamadas “furias” de la revolución, movilizadas por la Comuna, formaban una especie de coro durante las ejecuciones de los monárquicos.

El Virreinato del Río de la Plata, donde los rasgos de la sociedad colonial eran más débiles, supo desprenderse del sesgo cultural hispánico y romper las cadenas que lo ataban a la antigua metrópoli, y así comenzar tempranamente su camino hacia la independencia. Los cánones morales de esa sociedad patriarcal fueron el hito con el que se inició el resquebrajamiento del orden colonial.

La lucha por la emancipación

Las ciudades, y sobre todo las sedes virreinales como Buenos Aires, vivieron de modo diferente los cambios que introdujo el liberalismo borbónico. La pérdida de peso de la Iglesia católica como custodia de la moral, y una serie de disposiciones jurídico-administrativas otorgaron a las mujeres cierto poder de decisión. Incluso los periódicos como el Telégrafo Mercantil denunciaron desde 1801 los absurdos de la época admitidos como válidos: la condición de las mujeres era uno de ellos, junto a la esclavitud y la falta de estímulos a la producción de bienes locales. Por ese motivo, Manuel Belgrano, entonces secretario del Real Consulado, impulsó la educación de las mujeres como forma de emancipación.

Para muchas de ellas, abrazar la causa patriótica fue no sólo donar sus joyas para las campañas militares –imagen remanida–, cantar el Himno, confeccionar uniformes, distintivos y banderas como lo cuenta la propia Mariquita Sánchez, sino también cumplir funciones, a veces peligrosas, como mensajeras, portadoras de documentos secretos y encargadas de las tareas de inteligencia.

Hubo mujeres que abrazaron decididamente la causa patriótica, como María Remedios del Valle, parda y analfabeta, que tuvo un heroico desempeño en el Ejército del Norte. La Historia la recuerda como la “niña de Ayohuma” que auxilió a las tropas vencidas del general Belgrano, pero su actuación fue mucho más que asistir en la derrota: combatió desde el principio hasta el final en las campañas del Alta Perú, en el regimiento de artillería de la Patria. En una ocasión, siendo prisionera de los realistas, ayudó a escapar a los jefes patriotas y luego logró escapar ella. También bautizada como “madre de la patria”, peleó con agallas, asistió a los heridos y por esta razón Belgrano, que era reacio a incorporar mujeres, le dio el grado de capitana. Esta hija de Buenos Aires, que perdió a su esposo e hijos en las guerras independentistas, tuvo su merecido reconocimiento en 1827, cuando le otorgaron el sueldo de capitana de infantería. Luego fue ascendida a sargento mayor (entonces un grado de oficiales) en tiempos de Rosas. Es de las pocas mujeres que obtuvo reconocimiento y vivió sus últimos días en paz. Falleció en 1847.

Las amazonas de Juana

La Primera Junta de Buenos Aires envió expediciones para ayudar a los pueblos altoperuanos en su lucha emancipatoria. Manuel Ascencio Padilla fue uno de los jefes locales que se sumó a las fuerzas de Juan José Castelli, que cayeron derrotadas en Huaqui en 1811. Lo reemplazó Manuel Belgrano como jefe del Ejército del Norte. La región altoperuana proclamó su adhesión y Manuel Padilla, al mando de 80.000 “cuicos” armados con palos y chuzas, impidió la llegada de refuerzos españoles para auxiliar al gobernador de Potosí. Pese a las reiteradas negativas de Manuel Padilla, su esposa Juana Azurduy se incorporó al ejército desafiando las normas sociales. De hecho, desde 1812 actuaron casi siempre juntos. Entonces, la guerra en el Alto Perú se había convertido en guerra de guerrillas o de republiquetas, por estar al mando de caudillos locales. En este tipo de acciones irregulares, que poseen más decisión y audacia que recursos, las mujeres ocuparon un lugar preponderante. En efecto, en todas las zonas rurales, montes, selvas, grandes alturas y caminos polvorientos recorridos a lomo de mula o caballo, dieron batalla a los godos con las armas que tuvieron a mano: piedras, lanzas, macanas o pertrechos capturados al enemigo. Después de la batalla de Salta, Juana y sus cuatro hijos se refugiaron en el monte. Cuando regresaron a Chuquisaca, Juana –una eximia amazona–, formó y combatió con el batallón de los Leales, también integrado  por mujeres como Teresa Bustos de Lemoine y una treintena más conocidas como Las Amazonas. La guerra de guerrillas estaba formada por grupos pequeños que atacaban al enemigo por sorpresa, retrocedían cuando eran atacados o avanzaban cuando los realistas huían. Con más bravura que armas, si bien tuvieron derrotas en batallas campales, lograron mantener a raya a las fuerzas realistas.

En 1814, la persecución a Padilla fue tan intensa que Juana se ocultó con sus hijos en la zona pantanosa del valle de Segura, donde sus cuatro hijos murieron de fiebre por las condiciones poco saludables. Pese a la tristeza, Juana siguió combatiendo para defender –como ella dijo en una carta a Belgrano–, su “dulce libertad” y ya en 1816, comenzó a ser nombrada en los partes y misivas de guerreros patriotas y españoles. Se destacó su bravura en la batalla de Tarabuco, cuando peleó embarazada de su quinta hija y logró vencer a los realistas y arrebatarles la preciada bandera cuando huían del campo de batalla. Por esa acción, Belgrano le obsequió su espada y envió una carta al director supremo Pueyrredón para que le concediera grado militar. Recibió el grado de teniente coronel de las “partidas de los decididos del Perú” en 1816, año en que falleció Manuel. Pese a los infortunios, Juana Azurduy siguió combatiendo, incluso con su hija Luisa en brazos. Ya entonces era un mito por ser mujer y guerrillera y por ser la única que, sin instrucción militar, era capaz de conducir acciones militares como jefa de caballería. Peleó en más de 16 combates y fue una heroína a la que le atribuyeron características varoniles por su valentía y destreza. Viuda, dejó a su hija y se trasladó a Salta para combatir a las órdenes de Martín Miguel de Güemes y, a la muerte del caudillo en 1821, solicitó auxilio para volver a su patria. Al no ser militar profesional, retomó su vida cotidiana para cumplir con los roles tradicionales asignados a las mujeres.

El libertador Simón Bolívar le otorgó a “Juana de América” una pensión de 60 pesos y Sucre se la aumentó a cien, pero sólo la cobró durante dos años, porque los gobiernos posteriores, enfrentados en fracciones, se la quitaron. A la hora de formar gobierno, las nacientes naciones se olvidaron del arrojo desplegado por las mujeres guerrilleras.

Ramillete de mujeres

¿En qué medida la revolución había cambiado la suerte de las mujeres?, se preguntaba en 1812 el periódico El grito del Sud, publicado por la Sociedad Patriótica. Las respuestas apuntaban a demoler prejuicios y sumisiones en aquella época de transición.

El resquebrajamiento del orden colonial había permitido los primeros síntomas de libertad que impulsaron a las mujeres a pensarse como individuos autónomos. Los usos y costumbres tambalearon y la sociedad patriarcal retrocedió cuando decidieron casarse contra la voluntad paterna, aprendieron a leer y a escribir y participaron de las tertulias políticas. Esos cambios importantes fueron asimilados casi sin oposición, puesto que no implicaban la pérdida del recato. María Josefa Ezcurra, casada sin su consentimiento con un primo suyo, se enamoró de Belgrano, con quien tuvo un hijo que criaron Juan Manuel de Rosas y Encarnación Ezcurra.

Una situación distinta se dio cuando el fervor patriótico impulsó a muchas de ellas a sumarse a las luchas independentistas. Ante la sorpresa general, las mujeres lograron abrirse camino como guerreras y ser toleradas como tales. Sin embargo, los apelativos con los que fueron descriptas, dan cuenta de los prejuicios epocales: tildadas de “varoniles” por su valentía o como “madres o hermanas” en la asistencia a los enfermos y caídos, sus actuaciones fueron minimizadas o silenciadas.

En efecto, el ciclo revolucionario que comenzó el 25 de mayo de 1810 fue propicio para desligarse de viejas ataduras sociales. En el fragor de las contiendas y frente a la débil institucionalidad política, las mujeres gozaron de ciertas libertades. Pero estos momentos de cambio fueron transicionales y contradictorios. Cuando el Congreso de Tucumán puso fin a la revolución en 1816, sólo dos figuras femeninas ocuparon un rol protagónico: Santa Rosa de Lima, nombrada patrona de la Independencia, y Lucía Aráoz, la rubia de la Patria que fue coronada reina del baile realizado por su padre, el gobernador Bernabé Aráoz, el 10 de julio de 1816 para celebrar la declaración de independencia. En esa fiesta, Manuel Belgrano conoció a Mónica Helguero, con quien tuvo una hija de la que se ocupó personalmente.

Poco a poco, la imposición del orden volvió a colocar a las mujeres en la trastienda doméstica. Pero la nueva domesticación no implicó una vuelta al pasado: a las funciones de madre y esposa, se sumaron otras tareas tendientes a dirimir los destinos de la patria.

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